El equipo era de cine. Por un lado, al más puro estilo Almodóvar, las aspirantes a Pepi, Luci y Bom -que no eran chicas del montón- se habían enfundado sus mejores cueros, se pintaron los labios de rojo putón para la ocasión, y se colocaron las pelucas de mujeres fatales. Se fotografiaron desde todos los ángulos del salón, y se abstrajeron todas, por unos minutos, en sus smartphones para ver cómo había quedado el selfie de la divertida escena. También hubo pizza, en este caso, de un pizzero que despacha en el paseo Parra de una ciudad que parió a un tal Paco Rabal.
Un carnaval de Águilas no solo invita al travestismo y la desinhibición, también es la ocasión perfecta para que se de cita un viejo grupo de amigos. En este caso, lorquinos de pura cepa, que hacen patria allá por dónde van. Los desfiles y los plumajes son otra cosa, más de interés ‘humano’ que turístico, a mi juicio. Aludo a la parte erótico festiva, concretamente. Hermanos, hermanas, novios, novias, solteros, casadas, separados y golfos irredentos, todos, juntos en el mismo bando. Los nenes con los abuelos, “que estamos de Carnaval”. Una afirmación que encerraba una obligación íntrínseca y evidente: hay que saber reírse de uno mismo, al menos, una vez al año. Renovar el carné de ‘pitorrista’, que dicen los de Pedromuñoz. Beneficia a la salud de la pareja, dicen, incluso para quienes no la tienen.
Había dos Alaskas. La de La Movida y la de Fangoria. Esta última, acompañada de su histriónico marido, Mario Vaquerizo, a quien reconocían por la calle y le seguían el rollo. No le faltaron, ni la sombra de ojos, ni su sempiterna y rabicorta chupa de cuero. Hasta lucía tatuajes comprados en el ‘chino’, que tienen de tó. También hubo hueco para héroes de la infancia como Batman y Robin, que planearon por la noche aguileña haciendo el bien, como se espera de ellos. Se sumaron a la misión dos guapísimas chicas ataviadas de Asterix y Obelix, He-Man y su eterno ‘enemigo’,Skeletor, un fiero león –de los que mata moscas con el rabo- y hasta una monja. Por aquello de la paz espiritual en la bacanal casera. Eso sí, vestía boxer bajo el hábito.
El asunto se ejecutó con un Casa de la Ermita, ginebra de etiqueta malagueña y cerveza murciana por hectolitros. Por cierto, los cubatas en las barras callejeras valían 3,5 euros, como cuando la cafetería del Congreso era el mejor pub del centro de Madrid. Las latas de birra a un pavo, una ganga.
Cuando la embriaguez había pulverizado las vergüenzas, apareció Cruela de Vil. Era de esas que llevan medias negras y que torean con el bolso a los tranvías, vaya si lo era. Si en algún paso de cebra la veis, decidle que le he escrito un blues.
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