Mi idilio con M-Clan, la mejor banda de rock de este país, se remonta al siglo pasado, cuando volvían por enésima vez los pantalones de campana y las botas de ‘chúpame la punta’. Cuando surgía toda una ola revival de rock sureño, con cuna principalmente en Barcelona, y encabezada en Estados Unidos por los hermanos Robinson al frente de The Black Crowes, una banda que tenía lo mejor de The Faces (el grupo de Rod Stewart), pero a la coctelera añadían ingredientes como el soul, el blues, e incluso, gotas de funk o de gospel. Que unos tipos de Murcia se mirasen en bandas de los setenta como Lynyrd Skynyrd o The Allman Brothers no solo era una proeza, era algo muy raro. Por aquel entonces, se llevaba más el rock callejero de Extremoduro o Platero, o el heavy de Barricada, Los Suaves o Barón Rojo. Todavía existían las tiendas Tipo, las bandas vendían discos –físicos- y la industria discográfica no había hecho crack. Los ayuntamientos gastaban a escote en fiestas populares y salían giras de 100 conciertos al año. Mucha pasta. Pero era una burbuja a punto de pinchar, como la inmobiliaria.
Conocí a Carlos Tarque en los camerinos del Parque Almansa en San Javier en 2003, cortesía de La Cari, cuyo padre era íntimo del fallecido Pascual Saura porque tocaron juntos hace treinta años. Para un chico de 20 era un cara a cara con su ídolo, aunque admiraba y admiro a partes iguales a Santiago Campillo a las 6 cuerdas. Nunca tuve claro si quería ser guitar hero o frontman, me gustan ambas cosas: cantar y tocar la guitarra. Estaba nervioso y no pude articular palabra. Solo recuerdo, en una nebulosa, que su presencia impresionaba: el pelo cardado al estilo afro, sudoroso y relajado tras el bolo. Habló –Carlos- de Garaje Jack, una banda de rock malasañera, que llevaba estampada en mi camiseta a modo de carta de presentación. También calzaba unas botas Joe Sánchez que me regaló mi amigo Daze, de Elda. Un desconocido Quique González, que actuaba de telonero, nos sorprendió gratamente, en concreto con una de sus mejores canciones, Hotel Los Ángeles. Sonaba visceral y musculosa. Desafiante.
Los Murciélagos –con todo el cariño- presentaban aquel año, paradójicamente, su disco más flojo: Defectos Personales, después de haber tocado el cielo con Usar y Tirar (con el hit de Llamando a la tierra) y con Sin Enchufe. Carolina les consagró a lo más alto. La baja de Campillo supuso un terremoto en el grupo y el fichaje estrella de Carlos Raya no había terminado de cuajar en aquella grabación en los estudios Du Manoir, en la campiña francesa. Luego, el ex Sangre Azul lo bordó en Sopa Fría y descubrieron con él una visión más amplia de la música. Además, cambiaron de productor y se decantaron por Nigel Walker, por su trabajo con Los Rodríguez. Y es que la banda de Calamaro y Ariel Rot supuso un antes y un después en M-Clan. Los argentinos (Alejo) les abrieron los ojos y les hicieron ver que se podía hacer ese tipo de rock cantado en castellano. Sin necesidad de engolar la voz y decir eso de ‘Ruac’ and Roll, oh, yeah.
Es muy fácil colgarse medallas cuando un grupo murciano cumple 20 años sobre las tablas (aunque aquí, en nuestra mentalidad cainita de enterrar el talento u obviarlo, no le sepamos dar el valor que tiene resistir en este negocio de reptiles dos décadas), renovándose cada año y superándose disco tras disco (y van 11, 8 de estudio, 2 directos y un recopilatorio). Dos noches en el Price no solo es un concierto antológico, que refleja lo que siempre ha hecho la banda encima de un escenario: comérselo. El undécimo disco de los murcianos es simplemente un complemento al sobresaliente documental que se han currado @Lasdelcine, unas granadinas que han sabido resumir cronológicamente cuatro lustros de forma vertiginosa, con testimonios que valen su peso en oro. Oír decir a Miguel Ríos “estos tipos son de plomo y son unos clásicos” o al cantante de Tequila afirmar o “Carlos Tarque es la mejor voz de rock en ‘Espania’”, no tiene precio. Y si no creéis lo que os digo, dadle al play.
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