“Eric, sé que puedo crear algo grandioso, más aún de lo que tú eres capaz de crear con tu música”. Esta bravuconada se la escribía por carta un genio como John Lennon a Eric Clapton en 1971, con la clara de intención de profesarle su admiración y, de paso, dejarle la puerta abierta a una eventual colaboración. Además, se rumoreaba que Harrison podía dejar la banda (Los Beatles), y Clapton era el relevo natural, indiscutible. La firmaba, de su puño y letra, como “John y Yoko”, una prueba cristalina de cómo la japonesa había influido ya de forma decisiva en su personalidad. La misiva se subastó a precio astronómico hace un par de años, como suele ocurrir con estos pequeños pedacitos vivientes de la Historia de la Música. Su destinatario, además de millonario, sería un beatlemaníaco y, por supuesto, un nostálgico. Un enamorado del olor del papel, de la tinta, de los borrones que hacemos los zurdos, de los sentimientos plasmados negro sobre blanco. Del ritual de lamer con fruición un sello. O el de destripar un sobre con un abrecartas -ese instrumento que ha pasado a elemento decorativo de las mesas de despacho-, bien por el costado, bien por su cabeza. De viajes al buzón a la espera de noticias. Para darlas o recibirlas. Quizá ambas cosas a la vez.
Internet ha hecho saltar por los aires el género epistolar. Es tal la inmediatez, que se ha perdido la emoción de esperar una carta o una postal desde un sitio remoto. Existían unos compases de espera que han saltado por los aires. Están caducos. Cuando una novia se marchaba, se hacían ansiosos viajes al buzón, que te esperaba vacío y te sentías desafortunado y miserable. Si, por el contrario, observabas un bulto a través de la rendija, el estómago se te llenaba de mariposas. Había premio. Ahora, si nuestro mejor amigo se larga a Nueva York, nos retransmite en directo la visita turística a través de Facebook: Central Park, La Gran Manzana, la Quinta Avenida, el Bronx y, por supuesto, todo tipo de perspectivas del plato que está a punto de zamparse. Y digo yo, ¿no perdemos inútilmente un tiempo precioso? Se enfría la comida. Y, además, no sabe igual con un móvil en la mano. Es como comer la pizza con cuchillo y tenedor.
¿Hace cuánto no recibís una carta? Haced memoria… No me refiero a la ‘púa’ del banco o a la propaganda inútil con la que nos asedian las aseguradoras, por ejemplo. Maldito gasto de papel. Me refiero a esa epístola con una letra que nos resultaba vagamente familiar o completamente desconocida, con varios caretos del exrey Juan Carlos pegados y alineados en fila india; o, quién sabe, con el arpa irlandesa o el jepeto de cualquier jerifalte de sangre azul. Han pasado años, ¿verdad? Había incluso quien coleccionaba los sellos y, ahora, son pasto de tienda de empeños. La numismática es otro arte predestinado a extinguirse.
Los avances tecnológicos, que nos sumen en situaciones tan dramáticas y gilipollezcas como perder la vida por autofotografiarse en un sitio peligroso, están influyendo en el paisaje urbano. Los buzones de correos, esos cilindros metálicos amarillos donde depositábamos nuestra correspondencia, están dejando de decorar las plazas y aceras de nuestras ciudades. Sencillamente mueren. Sirva como anécdota que el primer buzón de correos se conserva en una casa particular de Mayorga de Campos (Valladolid). Data de 1762 y corre el riesgo, tristemente, de convertirse en un sitio de peregrinación para los románticos del género.
Decía Petronio que “enviar una carta es una excelente manera de trasladarse a otra parte sin mover nada, salvo el corazón”. Ahora lo hacemos por email. Pero no mola tanto.
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