Holden Caulfield, el protagonista de El guardián entre el centeno (The catcher in the rye), era un niñato. Un nini, un crío maleducado y sin ganas de vivir. El hecho de que el asesino de Lennon portase un ejemplar de este libro en su bolsillo en el mismo momento de su asesinato, el 8 de diciembre de 1980, tampoco fue casual.
Mark David Chapman (Fort Worth, 1955) quería ser Holden Caulfield, porque era un mitómano, un sociópata y un suicida. Mitómano porque amó a Lennon hasta odiarlo y arrebatárnoslo sin piedad; sociópata porque era un asocial, no mostraba respeto por nada ni por nadie (en su declaración a la Policía tres horas después dijo: «Estoy seguro de que la mayor parte de mí es Holden Caufield, el personaje principal del libro. El resto de mí debe ser el Diablo». Y suicida, porque intentó quitarse la vida provocándose la llamada ‘muerte dulce’: introdujo un tubo en su vehículo para respirar el monóxido de carbono del tubo de escape, pero no lo consiguió. Quién sabe, quizá, si ‘eso’ hubiese funcionado habríamos disfrutado de los mejores discos del exbeatle. Quizá hubiéramos asistido al nacimiento de un líder político que, probablemente, habría acabado dirigiendo un partido verde, sería una mosca cojonera para los poderosos, con una ideología próxima al comunismo y al pacifismo. Quizá se habría fotografiado con Chávez, Castro o Putin. Podríamos seguir haciendo cábalas tan cabales como utópicas.
Era hijo de un sargento de la Fuerza Aérea estadounidense y su madre era enfermera. Su progenitor les pegaba a ambos. A los 14 años era un chico gordo y acomplejado, víctima de acoso escolar. Consumía marihuana, cocaína, LSD, heroína, mezcalina y barbitúricos. Y escuchaba a Los Beatles a todas horas. Se hizo cristiano renacido y los críos del campamento para el que trabajaba le querían. Le llamaban cariñosamente ‘Nemo’ y era muy popular.
La vuelta al mundo en ochenta días, de Verne, fue otro de los libros que marcó un antes y un después en la vida del psicópata de Chapman. De hecho, debió de reunir pasta porque se hizo una gira por el mundo, viaje en el que visitó Asia y Europa. Tampoco es casual que se liara con una americano-japonesa llamada Gloria Abe -su particular Yoko Ono-, con la que se casó en 1979. Empezó a currar como segurata nocturno y comenzó a beber. Es cuando empezó a escuchar voces. «Me estoy volviendo loco. Firmado: Holden Caulfield», le escribía a su amiga Lynda Irish, apenas cuatro meses antes de matar a su ídolo. Pocos saben que unos días antes de meterle cuatro balas al beatle más humanístico, se cruzó por la calle con el también genial cantautor James Taylor. «El hombre me puso contra la pared y estaba humedecido por un sudor maníaco, decía cosas raras sobre lo que iba a hacer y sus cosas, sobre cómo John iba a estar interesado, y que iba a ponerse en contacto con Lennon».
Le descerrajó cinco balas con un revólver calibre 38 Special, de las cuales cuatro impactaron a Lennon en la espalda y el hombro izquierdo. El certificado de defunción describía así la causa de la muerte: «Heridas múltiples en el hombro izquierdo y pecho; pulmón izquierdo y arteria subclavia izquierda; hemorragia externa e interna. Shock.»
Chapman ha pedido por octava vez la condicional. Es un preso modelo y dice estar arrepentido. Yoko Ono se ha apresurado a hacer pública una declaración en la que afirma que teme por su vida y la de sus hijos. Por una vez, y solo por una vez, le voy a dar la razón a la responsable (in)directa de la ruptura de la banda de pop más importante de todos los tiempos. Yoko, tienes razón. Y tú, Chapman, púdrete entre rejas por habernos robado a Lennon.
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