A primeros del siglo XXI volvieron los pantalones de campana. La moda es como los ciclos económicos. Fluctúa. Y si no, que se lo pregunten a los que idearon las Converse. Sí, esas zapatillas que nuestros padres usaban para jugar al baloncesto o al balónvolea. Con el consiguiente riesgo para sus tobillos, que eran carne de esguince, cuando no existía la cámara de aire o el tejido transpirable Dry Fit. Sí, se podían lavar en la lavadora, pero si no usabas unas plantillas Devorolor corrías el riesgo de que tu habitación apestase a gruyère. ¿Por qué desaparecieron las Converse a mediados de los 90? Simple y llanamente: por una cuestión de marketing. Porque volvieron a relanzarlas al módico precio de 50 pavos, mínimo, pocos años después. No eran lo mismo unas Mustang o unas Happy Luck (que te hacías con ellas en Marumón), a pesar de que todas estaban hechas de la misma tela y la misma goma. Cutre. Y se rompían siempre por los mismos lados. Nuevecitas y relucientes no molaban. Tenías que llevarlas raídas y pordioseras. Era el toque hipster de identidad, sin necesidad de tatuajes y perforaciones nasales, claro. Con los bares pasa lo mismo. Lo que era Cheché ahora se llama Woodstock, como aquel festival de finales de los 60 en el que despuntaron unos tipos apellidados Cocker y Santana. Algunos recordaréis, cuando no se ostentaba la mayoría de edad, el auténtico tráfico de deeneís a las puertas del garito. El gorila preguntaba y siempre guardabas bajo la manga la excusa de que tu cumpleaños era al día siguiente. Como diría don Mariano, y no Rajoy, sino Larra, vuelva usted mañana. En aquellos tiempos los tapones costaban 50 pelas y había quien era capaz de hacer literalmente el ganso sobre una tarima por 100 duros. Ahora las cosas han cambiado. La cartera tiembla cuando te lías a gintonics -que están muy de moda y tienen menos calorías-. Y, ojo, porque estos combinados transparentes al ojo humano incrementan de precio en función de si llevan cardamomo, bolitas de pimienta, pepino o si el camarero ha hecho el pino sobre la barra y encesta sobre tu copa unas bayas de Goji. Y podríamos obviar lo de verter la tónica sobre una cucharilla con forma enroscada, algo que adquiere ya el grado de gilipollez supina. Es por las burbujas, dicen. Trocadero es República, el Nai Clú se llama Iluminata, y un sitio donde pinchaban funk del bueno, de nombre B12, se ha convertido en Bizz Art. Tan cool como La Oveja Negra, pero sin photocall. Por cierto, muy recomendable el rock de los 50 de Trémolo, uno de los pocos bares de Murcia que siguen pinchando en vinilo, en estos tiempos de orgía indie y de muerte de la música ‘orgánica’. Nos sentimos bien al calor de los bares, que cantaba Jaime Urrutia, pero las tribus urbanas los segregan. No se puede ser de Musik y de Pérez Casas a la vez. Ni por estética, ni por estilo, ni por horario. Ahora, se sale también de ‘caza’ por el día. Lo ideal es ‘florear’ (tomar el correspondiente aperitivo en la Plaza de las Flores), para después hacer un aterrizaje en Pérez Casas –previa parada en el 609 para beber ‘agua’ y evacuar los vinos-. Ya solo tienes que buscar a la cougar con el cuerpo más ‘golfo’ o al señor Grey más lascivo de la tarde. Los asiduos a los bajos de la plaza de toros (que a las 4 de la mañana están entregados a Baco), las aves nocturnas, como buenas rapaces cometen idénticos delitos amorosos. Y que sea de día o de noche, es intrascendente.
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